Carmen, una mujer de 42 años, había perdido a su hijo pequeño un año atrás a consecuencia de un accidente automovilístico en el que ella, su esposo y sus otros dos hijos habían salido ilesos físicamente. “El destino de Tomás fue diferente, el impacto del golpe en su frágil cuerpo de cuatro añitos, hizo que muriera de forma instantánea. Ese día marcó la vida de todos los que lo amábamos, pero la mía, jamás volvió a ser la misma”.
Cualquier tipo de pérdida trae consigo la necesidad de elaborar un duelo, lo que entraña un período de adaptación emocional tras haber ocurrido el evento. Pero lo que determina las características del duelo que se instaura, es la importancia y la intensidad del vínculo que consideramos existía con aquello que se perdió. Todas nuestras relaciones tienen un significado, por eso, cuando perdemos a alguien en realidad lo que perdemos es el significado que ese otro tenía para nosotros. Pero si la tristeza llega a ser tan profunda que incluso toma las formas de la melancolía clínica, estamos hablando de que en realidad no se perdió al otro, sino que fue mi Yo el que se desintegró. Cuando eso ocurre resulta fundamental reflexionar sobre el significado que tenía para uno aquello que terminó, de otra forma, corremos el riesgo de que se instaure un duelo patológico.
“Tomás era mi refugio, de mis hijos fue al que más disfruté, tal vez por ser el pequeño. Todas las noches me pedía que lo acompañara a su cama y le gustaba que le contara cuentos donde él era el personaje principal alrededor del cual giraban las aventuras que yo le relataba. No me importaba exigirle demasiado, y eso hacía que yo también me relajara; hoy veo que éramos inseparables. Su partida me ha llenado de coraje, de tristeza y de dolor. Hay días en los que siento que voy a enloquecer, y aunque ese sentimiento se ha aminorado con el paso del tiempo, por momentos no me siento yo misma”.
Cuando la vida nos golpea, sin darnos cuenta quedamos atrapados en medio de un cúmulo de pensamientos que se activan alrededor de la herida y que llegan a ser tan incisivos como la misma ausencia. Tal era el caso de Carmen, sufría más porque las consecuencias psicológicas que habían quedado tras la partida de Tomás provocaban que el dolor se intensificara. La culpa por haber sobrevivido, la ambivalencia de debatirse entre su deseo de vivir o morir y la vergüenza que experimentaba al sentirse incapaz de atender a sus otros dos hijos, se habían convertido en el eje alrededor del cual giraba su tormento.
“Se ha vuelto una obsesión para mi repasar el día del accidente, pero hoy que lo verbalizo aquí con ustedes me doy cuenta que las cosas no podían haber sido diferentes. No había nada que yo hubiera podido hacer para evitar las consecuencias, tendría que haber sido adivina para anticipar que de pronto ese coche que venía en el carril contrario se saldría de control. Hoy sé que soy un ser humano al igual que todos, y que en realidad no tengo tanto poder para hacer que las cosas sucedan o dejen de suceder. ¡Es necesario que supere ya el pensamiento irracional de que yo pude haber evitado esta tragedia!”.
Las manifestaciones del duelo van a variar dependiendo de cada persona. Todos, de una u otra manera, contamos con recursos internos que nos van a impulsar a vivir, pero son recursos que se van a fortalecer o a debilitar dependiendo de nuestra historia de vida. Si crecimos alimentados de contención, lo más probable es que frente a la adversidad encontremos la manera de, eventualmente, salir adelante, pero si nuestra historia se caracterizó por el aislamiento afectivo y una repetida tendencia a la depresión, es posible que frente a los golpes de la vida nos sintamos devastados y sin posibilidad de progreso.
Sin embargo, es fundamental saber que independientemente de cuál haya sido nuestra historia todos contamos con la capacidad de crear algo con la pérdida: transformar el dolor en una ganancia significativa. Cuando una persona se enfrenta súbitamente a un montón de sentimiento disruptivos, el sistema pierde su equilibrio natural, por lo tanto, para recuperar la estabilidad emocional es necesario que comprendamos qué es lo que nos ha ocurrido. Pero la comprensión, no es un acto meramente racional, ya que todo pensamiento va acompañado de una emoción, de otra manera, si suprimimos la emoción, lo único que habremos logrado es defendernos del dolor a través de la intelectualización. A medida que vamos comprendiendo, nos vamos sintiendo mejor; y cuando eso ocurre estaremos listos para preguntarnos: ¿qué voy a hacer con esto que me sucedió?, ¿aferrarme al dolor o tratar de aprender a vivir de nuevo a partir de la transformación de mis heridas?
“Decidí regresar al hospital en el que intentaron revivir a Tomás, y al caminar por los pasillos me di cuenta que existe mucho más sufrimiento en las personas del que jamás me imaginé. Ofrecerles consuelo me hizo recordar el poder de un abrazo y lo reparador que puede ser simplemente escuchar. La muerte de Tomás hizo necesario que me acercara a la gente, a veces para escucharla y otras veces para ayudarlas a llorar. En ese momento descubrí que por unos instantes dejé de ser débil para convertirme en una mujer fuerte y desde ahí darme cuenta que era posible aprender a vivir otra vida: la vida después de Tomas”.
Esta comprensión fue crucial para Carmen, porque le permitió reinventarse a partir de sus heridas y reconstruir el sentido de su existencia.
El duelo es un proceso, esto quiere decir que habrá veces en las que experimentemos un franco progreso, pero también habrá fechas importantes, situaciones o contextos que hagan que volvamos a sentirnos atrapados por la tristeza. Darnos permiso de conmovernos de vuelta es imprescindible si queremos evitar lastimarnos por segunda vez con nuestras exigencias personales; saber pedir y recibir ayuda en esos momentos es fundamental si buscamos regresar a nuestro funcionamiento cotidiano.
La metamorfosis de Carmen permitió que el grupo reflexionara sobre cómo la pérdida y el cambio se encuentran profundamente vinculados al compartir epifanías como las siguientes:
“Mi papá se suicidó cuando yo tenía 18 años. Su decisión me hizo vivir muy enojado e inevitablemente me hacía preguntarme si yo no había sido lo suficientemente importante para él, ¿por qué nunca pensó en el daño que me causaría?, ¿acaso eso era lo que deseaba?, ¿verme sufrir? Sin embargo, ahora que reflexiono sobre mi experiencia, descubro que fue precisamente esa herida la que provocó que hoy mi vida tenga un sentido a través de mi vocación. Hace años que dirijo un centro de ayuda para adolescentes en situación de calle; me duele ver que sus historias los han llevado a destruirse. El poder ofrecerles otras condiciones de vida me ha hecho reparar mi sufrimiento, ayudarlos es ayudarme a mí también. Hoy sé que mi papá se quitó la vida por muchas razones que nada tenían que ver conmigo. Sus adicciones y su historia de vida fueron marcando su destino. Muchas veces las cosas ocurren sin que podamos hacer nada para evitarlas, pero reconocer en mí la capacidad que he tenido para hacerle frente a lo irremediable y, además, salir fortalecido de la experiencia, me hace amarme profundamente”.
“Haber tenido un hijo discapacitado fue una de las cosas más dolorosas que me han ocurrido como madre. Pero ser víctima de la discriminación a consecuencia de eso intensificó mi sufrimiento. Es increíble cómo mucha gente no está preparada para lidiar con esta realidad. Ver que me cerraran las puertas en tantas escuelas me pareció inhumano. Eso me llevó a luchar por él, porque todos tenemos derecho a las mismas oportunidades sin importar nuestras condiciones físicas. Hay días en que me pregunto de dónde he sacado las fuerzas para salir adelante y la única explicación que encuentro es que las pérdidas traen consigo un paquete de herramientas que nos robustecen, entre ellas, el perdón. Hoy comprendo que vivir con rencor solo provoca que mi sufrimiento se intensifique, pero comprender que el mundo no es perfecto y que las personas tampoco lo son, me hace liberarme de mis propios prejuicios”.
“El secuestro de mi hijo y sus lamentables consecuencias han sido devastadoras. A veces me pregunto ¿cuál ha sido el verdadero milagro: que él saliera con vida de esta terrible experiencia o que nuestra familia haya permanecido unida a pesar de la tragedia? Es como si de pronto todo lo que teníamos cobró sentido para cada uno de nosotros, porque también hubo días en que sentíamos que todo estaba perdido. La convicción de que era posible que saliéramos adelante me mantuvo con fuerza; es impresionante el poder que tiene nuestra mente para sacarnos adelante, o también para echarnos abajo. Cuando estas cosas ocurren es necesario aferrarnos a algo, necesitamos una muleta que nos permita recuperar las fuerzas que hemos perdido a consecuencia del golpe. Yo me aferré al amor por mi familia, porque ese sentimiento se convirtió en la razón que ha hecho que yo pueda darle continuidad a mi vida”.
El espejo de la técnica grupal
La pérdida es muda, pero no silenciosa. Esto quiere decir que a veces no encontraremos las palabras suficientes para describir lo que sentimos, sin embargo, eso no quiere decir que ésta deje de hacer ruido en nuestra vida y en nuestra forma de vincularnos. De allí la importancia de la rememoración de la pérdida; que la persona sea capaz de poner en palabras aquello que le aconteció porque de otra manera la sensación de vacío crecerá. El grupo se convierte en una gran herramienta para lograr este objetivo, porque para que uno pueda comprender al otro, será necesario encontrar frases, palabras, ideas que faciliten evocar la imagen del evento. Conforme eso ocurre descubrimos que la desolación va cobrando un significado diferente porque nos damos cuenta de que el sol nunca dejó de salir, sino que fui yo quien dejó de mirarlo, pero que es precisamente su luz lo que permitirá la metamorfosis de mi herida.
Todos podemos vernos reflejados en estos espejos…
Carmen, con su experiencia, nos regala una imagen conmovedora de lo que implica enfrentarnos a la pérdida y, con el paso del tiempo, permitirnos renacer tras la adversidad de la vida. Podemos detener nuestra vida tratando de encontrar una explicación de por qué o para qué nos ha ocurrido lo que nos ha pasado, o intentar vivirla preguntándonos y ahora, ¿qué voy a hacer con esto, en qué lo voy a transformar? La comprensión requiere tiempo para asimilar que las pérdidas, por devastadoras que sean, nos regalan siempre la oportunidad de reinventar el sufrimiento del pasado en la plenitud del presente.
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¿Cómo la pérdida y el tiempo podrían estar relacionados? ¿De qué manera la inspiración que otras personas nos provocan desde sus pérdidas puede ayudarnos a superar la adversidad de la vida? ¿Es la resiliencia una capacidad innata o adquirida?
Referencias Bibliográficas
Ruiz, A. (2017). Curso II, Huella de Abandono. Instituto de Semiología, S.C. https://semiologia.net/curso-ii-huella-de-abandono/
Ruiz, A. (2017). Curso VIII, Semiología de la Muerte. Instituto de Semiología, S.C. https://semiologia.net/curso-viii-semiologia-de-la-muerte/
Cyrulnik, B. (2001). Los patitos feos. España: Gedisa.
Benyakar, M. (2016). Lo disruptivo y lo traumático. Argentina: Nueva Editorial Universitaria.
Texto: Natalia Ruiz / Ilustración: Diego Zayas
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