“El grito más desesperado de la Huella de Abandono es: «necesito a alguien que me necesite»”. –Dr. Alfonso Ruiz Soto.
El grupo experimentaba una sensación de preocupación y frustración al escuchar las palabras de Andrea: “Ayer cumplí 15 años de matrimonio con mi esposo. Otro pretexto más para que acabara tan alcoholizado como siempre. Me siento desesperada porque el tiempo pasa y no veo que cambie. Dejó de ir a sus reuniones en AA porque me dijo que ya no las necesitaba, que ya había entendido que el alcohol le hacía daño. Ocasionalmente se tomaba una copa de vino, pero sin darme cuenta, otra vez, se me salió de las manos, ¡ya volvió a caer en lo mismo!”.
Andrea, aunque era una mujer de 45 años, profesionalmente exitosa y atractiva, tenía una gran debilidad, la dependencia a la relación con su esposo. A pesar de que llevaba tiempo debatiéndose entre seguir con él o terminar, finalmente pesaba más su necesidad de todo aquello que esta relación le proveía de forma muy extraña.
“Desde que lo conocí tomaba mucho. Sin embargo, no puedo decir que era alcohólico. Los fines de semana eran un reto para él. Después nos casamos, él se cambió de trabajo y ahí empezaron nuestros problemas. Las comidas con sus clientes y sus viajes de negocios hicieron que tomara cada vez más. En algún punto del camino, el alcohol empezó a controlarlo. Y no fue hasta que su jefe habló con él que cayó en la cuenta de su problema, así que por fin escuchó mis súplicas”.
El grupo no entendía porqué Andrea permanecía en esa relación, cuáles eran las razones profundas que la mantenían aguantando esa situación que tanto la perturbaba.
La diferencia entre un apego tóxico y la codependencia es que el primero se establece como un sometimiento emocional que puede ocurrir de forma unilateral o bilateral. Mientras que la codependencia implica estar apegado a alguien, que su vez se encuentra apegado a algo destructivo: alcohol, drogas, actitudes disruptivas, adicción al sexo, al juego, en fin, cualquier cosa que le haga daño o que le provoque daño a los demás.
A lo que aspiramos los seres humanos en nuestros vínculos, idealmente, es a mantener una sana interdependencia, es decir: un vínculo en el que ambas partes disfrutemos de la compañía del otro sabiendo dar y recibir ayuda en el momento en el que se necesita, pero sin exigir ni esperar del otro que asuma nuestras responsabilidades.
Por lo tanto, para comprender el comportamiento de Andrea, también era importante conocer el otro lado de la moneda.
Parte de lo que sostiene la conducta del alcohólico, no es el hecho de tomar, sino la “cruda”. Todos aquellos pensamientos que aparecen después de la embriaguez como: “pero ¿qué hice?, “¡no debí haberme tomado esa última copa!”, “¡hablé de más!”, sumergen a la persona en un enorme sentimiento de culpabilidad. De tal manera que el Imaginario, desde su configuración, decreta que todo error merece una consecuencia. Es así, que el castigo al que se somete el alcohólico es la adicción, por lo tanto, vuelve a tomar, porque es una manera de maltratarse a sí mismo por haberse equivocado. El asunto es que se vuelve un círculo vicioso que se repite a pesar de uno. Sin embargo, hay veces en que el codependiente sin darse cuenta, encuentra una extraña conveniencia en este juego peligroso.
Andrea representaba un papel dual, el cual, regularmente, suele ser encarnado por alguien cercano al adicto y que paradójicamente también promueve que la conducta se sostenga. Había días en que ella se convertía en una franca persecutora al recriminarle su alcoholismo e incluso lo amenazaba con dejarlo. Pero en aquellos momentos en los que lo veía devastado, luchando con su cruda y el sin fin de juicios destructivos en los que podía enfrascarse, aparecía entonces la figura de la rescatadora, que se conmovía y sensibilizaba con lo que le estaba ocurriendo. Esa dicotomía: persecutor / rescatador, es el círculo del codependiente en el que se debate y se desgasta, porque al final no sabe quién ser: el tirano que señala al adicto o el héroe que lo salva de sí mismo. El resultado de este juego es que una persona que no se enfrenta a las consecuencias de sus actos no experimenta la necesidad de recuperarse, al contrario, siempre es más cómodo saber que alguien más lo rescatará. Pero, ¿qué es lo que hacía que Andrea quisiera participar de esta dinámica tan destructiva? Todo apuntaba a un círculo de poder.
Ella siempre comunicó en el grupo de manera abierta el placer que le generaba ser una mujer exitosa. Saber que en su trabajo la necesitaban la hacía sentir enormemente triunfadora: “No tolero a mi jefe, es un tipo engreído y con los peores modos. Sin embargo, sé que me necesita para que las cosas funcionen. La otra vez discutimos muy fuerte, prácticamente acabó manoteando y golpeando la pared. Sin dudarlo, preparé mi renuncia y se la dejé sobre el escritorio. Ayer me buscó, me pidió una disculpa y además me ofreció una mejor posición; no tuve más remedio que aceptar”.
Ese argumento, aunado al contexto de su relación de pareja permitió que el grupo comprendiera el secreto atrás de su comportamiento: Andrea, sin ser consciente de ello, se beneficiaba de esos momentos en que sus allegados se encontraban bajo los efectos de los remordimientos para ejercer su poder. Dicho de otra manera, era una forma extraña de Autoafirmarse, porque daba la impresión de que era ella quien se había vuelto una esclava de las circunstancias, sin embargo, cuando el péndulo tocaba el otro extremo, se convertía en la dueña de la situación.
El codependiente se obsesiona con controlar a los demás a través de varios medios: la manipulación, el coraje, enfermedades psicosomáticas, la agresión pasiva, ataques de pánico, la complacencia, la depresión, cualquier expresión que provoque que el otro se quede a su lado. Sin embargo, termina tan enfermo como su oponente.
Por otro lado, parte de lo que describe al perfil del alcohólico es un Autoconcepto inflado, lo cual vale la pena aclarar que es todo lo contrario a tener una gran autoestima. El Autoconcepto inflado se construye a partir de la inseguridad, por lo tanto entre más inseguro, más inflado. El alcohólico se engaña a sí mismo pensando que es grande y que no necesita de nadie porque en él existe la idea de que uno es capaz de proveerse a sí mismo del bienestar que desea a través del uso del alcohol. Este pensamiento defensivo evita que busquen vincularse con otros, porque están convencidos de que no lo necesitan. Sin embargo, pasado el efecto, el alcohol funciona como un depresor porque el Imaginario y sus juicios se instauran de vuelta con más fuerza que nunca, como un padre encolerizado que ha sido desobedecido por su hijo. Ese valle, era precisamente el que Andrea aprovechaba para voltear las cosas a su favor ya que sólo ella tenía el poder de absolverlo de su equivocación. Entonces ¿quién es la víctima y quién es el victimario?
“Con todo lo que escucho me doy cuenta cómo he normalizado en mi vida el alcoholismo de mi esposo, pero ha sido porque en el fondo me ha convenido no acabar de tajo con esta situación. Sus crudas se convierten en una oportunidad para volcar mi coraje, porque literalmente lo destruyo. Pero después, cuando sé que lo he acorralado entre las culpas, consigo lo que quiero. Sentir que lo tengo en mis manos”.
¿Pero cómo se construye una personalidad codependiente? Por lo general, alguno de sus padres se caracterizó por tener una gran Huella de Abandono y en consecuencia desarrolló, como una de las múltiples formas de defensa, un Autoconcepto inflado.
Vamos por partes: ¿cómo se vinculan la Huella de Abandono con la construcción de un Autoconcepto inflado? Un niño que vive con carencias puede crecer pensando: “Yo no soy importante para nadie”; o por el contrario, aprende a ignorar a los demás, tal cual fue ignorado por sus padres y entonces el pensamiento que gobierna su existencia es: “Yo no necesito de nadie, yo soy más poderoso que todos, así que conmigo me basta y me sobra”. Este último pensamiento es el que caracteriza a aquellas personas con un Autoconcepto inflado, ya que llegan al extremo de creerlo literalmente y pasar por alto la naturaleza interdependiente de la realidad donde todos requerimos siempre de alguien más para subsistir.
Pero además, estos padres, al sentirse “todo poderosos” construyen la fantasía inconsciente de que han dado a luz al Mesías, “al salvador del mundo”, o por lo menos, “al salvador de ellos mismos”. Es decir, tienen la fantasía oculta de que sus hijos “poderosos” serán quienes finalmente los rescatarán de todo lo que han sufrido en la vida.
Esto provoca, que el hijo, de manera inconsciente quiera cumplir con el deseo de alguno de sus padres y entonces se convierta en un “experto” en la tarea de rescatar para entonces sentirse amado por ellos. En otras palabras, estos hijos se convierten en un objeto gratificante para sus padres. Aunque la realidad, es que los hijos no tienen porqué venir a sustituir las carencias de sus padres. En el caso de Andrea se explica de la siguiente manera:
“Fui la más pequeña de cuatro hermanos. No recuerdo a mi papá, murió cuando yo tenía un año. Mi hermano mayor tuvo un problema serio de adicciones y la tercera tuvo muerte de cuna. Esto provocó que mi mamá estuviera volcada en sobrellevar sus dolencias, así que el tiempo que me dedicaba era muy poco. Yo crecí aprendiendo a ser “la niña buena” a no dar lata, no quería ser otro problema más para mi mamá. Ella siempre me decía que yo era su refugio”.
Andrea creció pensando que su mamá la amaba porque ella la “rescataba” de todo el sufrimiento que había vivido, en consecuencia, ese es el papel que le acomodó y que busca repetir en su vida: tener a quién rescatar.
La codependencia y la experiencia de un Yo débil se encuentran íntimamente relacionados. Por lo tanto, para lograr romper con estos círculos tóxicos se requiere de un Yo fuerte que no necesite alimentarse de estas dinámicas que consumen lo poco que queda de uno. Pero ¿cómo lograr esta compleja tarea? El adecuado conocimiento de nosotros mismos es una de las herramientas más eficaces con las que contamos para lograr robustecer nuestro Yo. Para que una persona pueda extinguir una conducta destructiva, primero necesita comprenderla.
Andrea, al hablar de su experiencia pudo comprender muchas cosas, las suficientes para saber que para compartir su vida, primero necesitaba ser capaz de satisfacer sus propias necesidades, de otra manera lo que obtendría no es un vínculo de amor, sino un lazo de codependencia. Pero además, su testimonio permitió que el grupo desdoblara asociaciones en torno a sus propias historias:
“Cuando mi papá dejó de tomar me di cuenta que no lo conocía, eso hizo que me alejara de él, que lo rechazara. Hoy comprendo que su recuperación me dio miedo y nos dio miedo a todos. Antes nuestra vida giraba en torno a su adicción: discutíamos por eso, vivíamos momentos de preocupación, buscábamos soluciones, todo alrededor de su enfermedad. Esta dinámica codependiente en donde él necesitaba del alcohol y nosotros de su enfermedad, nos tuvo muchos años sometidos. Ahora que el problema ya no es él, descubro que lo que nos aterra es voltear a ver nuestras propias problemáticas. Su alcoholismo sirvió de “pretexto” para que los demás negáramos lo que nos ocurría, pero ahora que ya no hay razones para desviarnos en ello, es momento de romper con este vicio para enfrentar con fuerza, lo que existe dentro de nosotros”.
“Yo sabía que ella me engañaba con otros, que tenía múltiples relaciones y que no podía vivir sin sexo. Sin embargo, la justificaba. A veces pensaba que tal vez yo no era lo suficientemente simpático o experimentado en la cama y que por eso ella tenía la necesidad de compensar mis carencias con otros. Que ella finalmente regresara conmigo me hacía sentir valorado. Ese momento de falsa autoafirmación es lo que me mantenía a su lado. Hoy puedo ver con claridad la codependencia en la que me encontraba sometido. Era tanta mi necesidad de ella que yo me culpaba por sus acciones. Darme cuenta de eso me ha liberado por completo”.
“Ahora veo cómo la sobreprotección es una manifestación de la codependencia. Ver a mi hijo sufriendo el síndrome de abstinencia cuando lo internamos por su adicción a las drogas, me hacía sentir miserable. Temblaba, sudaba frío y sobre todo, me gritaba cuánto me odiaba. En ese momento de tremenda culpabilidad lo saqué de la clínica y me lo llevé a mi casa. Hoy me arrepiento porque me doy cuenta del daño que le estoy haciendo. Yo sentía que al rescatarlo de ese lugar me volvería a amar, pero dejé de ver por él y solo pensé en mí. Ahora que he recuperado la fuerza necesaria puedo comprender que por su bien necesito permitirle vivir el infierno que él solo se ha construido, de otra manera su recuperación será imposible”.
El espejo de la técnica grupal
Muchas veces creemos que sabemos con claridad qué es lo que nos ocurre, y aunque voluntariamente hacemos esfuerzos por cambiar, de pronto hay pensamientos que se instauran y toman más fuerza, incluso, que nuestro propio deseo de transformación. Por lo tanto, el grupo permite que la persona pueda descubrir la fortaleza de su Yo y darse cuenta que en él habita la fuerza suficiente para imponerse frente a lo que lo somete. El simple hecho de aparecer, sesión tras sesión, a investigar qué es aquello que gobierna su conducta, habla de la determinación interna que permite que la persona avance en su proceso, hasta experimentar la plenitud.
Todos podemos vernos reflejados en estos espejos…
Tener la capacidad de pedir ayuda y saberla recibir es absolutamente natural, pero cuando una persona necesita sentirse necesitada por alguien más y además hace cualquier cosa para lograrlo, entonces estamos hablando de una conducta profundamente tóxica. Tal vez la experiencia de Andrea nos lleve a comprender que solo cuando muere la esclavitud en la codependencia, nace el genuino amor maduro: la interdependencia.
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¿Es la codependencia cuestión de voluntad? ¿Cómo aprender a recibir la ayuda de otros sin generar codependencias? ¿Cómo podríamos liberarnos de la codependencia sin caer en la indiferencia?
Referencias Bibliográficas
Ruiz, A. (2017). Curso II, Huella de Abandono. Instituto de Semiología, S.C. https://semiologia.net/curso-ii-huella-de-abandono/
Ruiz, A. (2017). Curso VIII, Semiología de la Muerte. Instituto de Semiología, S.C. https://semiologia.net/curso-viii-semiologia-de-la-muerte/
Ruiz, A. (2000). La mirada interior. Semiología Editores: México. Pp.17.
Berne, E. (2004). Games people play. Ballantine: New York.
Texto: Natalia Ruiz / Ilustración: Diego Zayas
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